jueves, septiembre 25, 2008

Paul Bowles nos dice que...

"Probablemente haya pocos lugares accesibles en el planeta donde se puedan obtener menos comodidades por el mismo dinero que en el Sahara. Aun así, es posible encontrar una superficie lisa sobre la que tenderse, varios tulipanes y arena, comer tallarines, mermelada o unos tendones que se describen con el simpático eufemismo de pollo, o conseguir un cabo de vela para desnudarse por la noche. Como es necesario llevar la cocina y la comida propias, a veces no merece la pena molestarse en degustar las “comidas” que ofrecen los hoteles. Pero si uno depende exclusivamente de las conservas, se acaban en seguida. Al final termina desapareciendo todo –café, azúcar, cigarrillos- y el viajero pasa a una vida carente de todo lo superfluo; a utilizar un amasijo de ropa sucia como almohada y un albornoz de manta.
Quizá la pregunta que lógicamente cabe hacerse en este punto sea: “Entonces, ¿para qué ir?”. La respuesta es que el que ha ido allí y ha experimentado el bautismo de soledad no puede ya evitar volver. Una vez que ha quedado embrujado por esta tierra inmensa de luz y silencio, no encontrará otro lugar que posea tanta fuerza para él; ningún otro entorno podrá proporcionar la sensación de satisfacción suprema de existir en medio de algo que es absoluto. Cualquiera que sea el coste que tenga que pagar en dinero o en comodidades, volverá, porque el absoluto no tiene precio."



Paul Bowles nació en New York. Pocos de los que lo leen saben que su formación original fue en la música, donde dejó distintas composiciones, entre ellas música incidental para algunas obras de Tennessee Williams. Bowles tuvo una vida nómade que lo llevó a recalar en Marruecos, donde finalmente se estableció. Sin ese paisaje, sin esa cultura, su literatura habría sido otra, tal vez igual de importante, pero seguramente distinta. Bowles logró asimilarse a su medio: dejó de escribir como un extranjero para pasar a crear desde adentro. Su prosa no intenta vendernos el exotismo del oriente; su prosa es límpida y cortante como el viento del desierto. Cuando describe, no se detiene en las vestimentas ajenas a la cultura occidental, o se maravilla de la opulencia de los mercados; simplemente nos cuenta que tomar un vaso de té en un café suele ser riesgoso porque las abejas tienen la costumbre de acercarse al líquido azucarado y terminan cayendo dentro del vaso. Eso le pasa al lector desprevenido: se acerca tentado por “lo otro”, “lo exótico”, y termina, casi sin notarlo, atrapado por una de las prosas más filosas y secas, pero a la vez penetrantes, del siglo XX.